domingo, 1 de noviembre de 2009

Gatillo fácil en Pergamino

La muerte de Carlitos Quiróz, un joven de 15 años, el pasado martes 20 de octubre en nuestra ciudad como consecuencia de un disparo de la fuerza policial nos exige a los ciudadanos pergaminenses, poner sobre el tapete de la reflexión y el debate, cuestiones silenciadas desde las instituciones del Estado y desde la sociedad local en su gran mayoría.
Para ello es quizás necesario pensar sobre algunos interrogantes tales como: ¿Qué pedimos cuando demandamos más seguridad? ¿Quiénes deben garantizar en un estado de derecho la seguridad de la ciudadanía y a través de qué herramientas?
Es necesario para esto, apelar a la Memoria, aún cuando en los tiempos que corren, los discursos instalados desde la derecha proveniente de los sectores más variados nos alienten a enterrar el Pasado para involucrarnos en el Presente, como si la relación entre ambos momentos no fuera un puente inevitable de entramados sociales y políticos en nuestra historia.
Es así como el plan represivo de la última dictadura militar en nuestro país que, mediante el asesinato, la desaparición, la tortura, el secuestro y la apropiación de niños, la prisión y el exilio, eliminó toda forma de organización política para imponer su plan económico-social, pretende ser “olvidado” y desarticulado de toda violación de los DDHH en la actualidad. Y así comienza una impunidad que comenzó con las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y los indultos para los represores, una impunidad que hizo posible 33 muertos en las movilizaciones del 19 y 20 de diciembre. Una impunidad que hizo posible el saqueo sistemático y la condena de millones de argentinos al hambre y la miseria, una impunidad que también hizo posible, desde 1984 hasta hoy, cientos de asesinatos, víctimas del gatillo fácil.
Entonces, frente a esta “desmemoria sistemática”, aparecen los discursos promovidos desde la derecha e instalados con absoluta desvergüenza por los medios de comunicación nacionales y reproducido pos los medios de cada localidad, de cada pueblo, regla a la cual Pergamino no constituye excepción alguna.
Y así, la repudiada muerte de Axel Blumberg se convierte en la excusa perfecta para que los defensores de la represión desmedida y la criminalización de la pobreza resuenen en los canales de televisión, se multipliquen en las hojas de los diarios, reproduciendo el falso debate impuesto por este sistema: "los derechos humanos de las víctimas, por sobre los derechos humanos de los delincuentes". En este debate sin sentido se omite, intencionadamente, que los derechos humanos son derechos inherentes a todas las personas, sin distinción alguna de nacionalidad, lugar de residencia, sexo, origen nacional o étnico, color, religión, lengua, o cualquier otra condición. Se omite también que el garante y único violador posible de los derechos humanos es el Estado. Cuando una persona cualquiera mata a otra, no está cometiendo una violación de derechos humanos, aunque sí es un asesinato. Es violación de derechos humanos cuando el Estado, por intermedio de quienes trabajan dentro de él, mata a otros. Y se mata tanto con balas como con hambre, exclusión, indiferencia, falta de salud, falta de trabajo, desamparo. Ninguna sociedad justa puede construirse avasallando y negando los derechos de ninguna persona, aunque ese avasallamiento sea en nombre de una aparente justicia.
Y en este contexto de “olvido e impunidad” la policía no permanece ajena a la necesidad que tienen algunos sectores de hacer tronar el escarmiento, porque en esta necesidad ven legitimado su accionar de control social: el gatillo fácil y la tortura.
Mientras en la última campaña para las elecciones legislativas de junio, los sectores de derecha más radicalizados, ofrecían garantía de mayor seguridad y control de la delincuencia mediante “planes sofisticados” y absolutamente ajenos a la realidad social de nuestro pueblo, tampoco se escuchaba desde sectores más progresistas instalar con fuerza el debate del concepto que implica el “pedido a gritos de más mano dura y la baja de edad de imputabilidad de nuestros jóvenes”.
Es así como en el análisis de los innumerables casos de abuso de la función pública cometidos por las fuerzas policiales acontecidos en nuestro país y mayormente en la provincia de Bs As, podemos observar que se trata de jóvenes y adolescentes que han traicionado los pequeños negocios de la ilegalidad policial, que se niegan a ser “buchones”, que están en la esquina del barrio cuando el patrullero los confunde con otros de quienes querían vengarse, o pobres diablos engañados para lo que sería luego la escenificación de un falso “operativo” policial, obviamente exitoso. Todas esas muertes son muertes naturalizadas. Acostumbradas. Aún hoy lo son.
Esos casos son mencionados por los medios de comunicación como los “excesos”, los “abusos” y la “brutalidad” policíaca. Ahí se les ha ido la mano, ahí se han propasado, eso sólo puede ser obra de un desvío institucional, de un perverso –o varios de ellos–, de hombres cebados en la sangre y el dolor ajeno, de bestias. Eso es “violencia policial”.
Sin embargo, una observación profunda y mucho menos mediática de todos los casos, parece demostrar que las “muertes-acontecimiento” son sólo ejemplos de un fenómeno más vasto, de un lenguaje de violencia local. Más que hechos extraordinarios, son parte de un complejo proceso de legitimación armado sobre “saberes policiales”, sobre normas jurídicas, sobre costumbres institucionales.
Es entonces cuando impúdicamente aparece el silencio de la gran mayoría de nuestra sociedad, tapando bajo la alfombra de los discursos represivos, una realidad contundente. Realidad que refleja claramente que no se trata de la violencia del policía criminal que aprieta el gatillo a mansalva ni que tortura a su víctima hasta la muerte. Es la violencia del funcionario de seguridad uniformado o de civil, que detiene a un cualquiera porque le es sospechoso de algo impreciso, que se lleva personas para encerrarlas en la comisaría por unas cuantas horas porque tiene que cumplir con la estadística que la “superioridad” exige, que obliga a cientos y cientos de pobres personas a ser requisadas, manoseadas, molestadas, que rodea con patrullas y cordones policiales un barrio, un estadio, una calle para clasificar quién entra y quién sale, y que decide en ese acto cuáles credenciales son idóneas y cuáles acreditan que cosa cada vez.
Sólo comprendiendo, mostrando y comprometiéndonos a cambiar este escenario de una realidad que promueve “el olvido y la impunidad”, podemos entonces sin hipocresía responder a las preguntas iniciales de este documento y así entender cabalmente de qué se trata la injusta y absurda muerte de Juan Carlos Quiróz, el pibe que había estado jugando al fútbol en la canchita del barrio el día que lo mató la policía.